En los últimos años, casi sin darnos cuenta, nos hemos adentrado de lleno en la brumosa “era de la posverdad” y los “hechos alternativos”. Sabemos que la política y la prensa son ámbitos propicios para modelar estratégicamente los discursos a imagen y semejanza de la ideología de las élites, incluso hasta el punto de tensionar los márgenes del lenguaje. Pero en pleno siglo xxi, a medida que se multiplican los medios y se universaliza el acceso a la información a través de múltiples soportes—en principio, una enorme ventaja—, la demanda ciudadana de actualidad se ve colmada con creces y cada vez nos cuesta más procesar la ingente cantidad de noticias, datos y declaraciones a los que estamos expuestos a diario. Ante este panorama de “infoxicación”—término acuñado por Cornella para definir la saturación informativa—, nuestra supuesta libertad para elegir no es más que un espejismo, pues resulta muy difícil poder filtrar lo relevante entre lo anecdótico o accesorio, y en última instancia, discriminar lo verdadero de lo falso. Dejando al margen las mentiras deliberadas o la “información incompleta”, el eufemismo entra en escena como una herramienta fundamental para enmascarar o soslayar con palabras, o al menos, para ofrecer una imagen distorsionada, aunque reconocible, de los hechos. Ejemplos como “flexibilización del mercado laboral”(abaratamiento del despido),“recargo temporal de solidaridad”(subida de impuestos) o “afloramiento de contribuyentes”(amnistía fiscal para grandes defraudadores) son muy reveladores acerca del gran potencial de este recurso para evitar el tabú, es decir, los conceptos, nombres o ideas que no interesa mencionar. En definitiva, se trata de un mecanismo indudablemente efectivo para manipular la realidad, que pasa por convertir el lenguaje en el espejo que nos muestra tal y como nos gustaría que nos vieran.