Una de las mayores satisfacciones que depara la profesión intelectual es la de hallar escrito por otro aquello que, alguna vez, se intuyó vagamente o incluso se apuntó en una líneas generales que otras mejores vienen ahora a ratificar y, a la vez, a desmentir. Ese ha sido mi caso ante la redacción de este libro que ví nacer y crecer como tesis doctoral y que tengo ahora el honor de prologar como monografía impresa. Seguramente, esta convicción obedece a otra: la idea de que la historia es una forma de verdad-o luz de la razón o hasta de venganza—que sobreviene inevitable y rotunda alguna vez y que pone en claro nuestro propio pasado: que nos explica, en fin. Lo dijo Lucien Febvre con un apasionamiento que todavía me conmueve:«Es en función de la vida como la historia interroga a la muerte [...]. Organizar el pasado en función del presente: eso es lo que podría denominarse función social de la historia». Y lo dice muy sintéticamente Jordi Gracia en la frase felicísima que cierra el libro cuando nos avisa de que nuevos ingredientes y otros conflictos ocupan el escenario de su relato:«No es otra historia: es la misma historia de España».
¿ Y cuando esa muerte a la que aludía Febvre no nimba todavía el pasado?¿ Y cuando el historiador actúa sobre una historia todavía tan cercana como la que las páginas de este libro abordan? A propósito de lo más reciente, el investigador se ha de mover con incertidumbres que no derivan de la oscuridad de un documento o de la ausencia de materiales. Antes bien le sobrarán los datos fehacientes y le asaltarán en cada recodo del camino las aparentes evidencias. Más que nunca habrá de contrastar la decidida certeza de la hipótesis originaria y la flexibilidad enriquecedora de las sugerencias que vienen de un lado y de otro. Si la dirección del historiador del pasado remoto es la línea recta, la de quien se ocupa del pasado próximo es la sinuosa (pero con ánimo de rectitud física y moral): su figura retórica predilecta es la ennumeratio y su sintaxis viene determinada por la proliferación de las concesivas y las adversativas. De todo esto da buenas muestras este libro. Jordi Gracia sustenta una hipótesis atrevida y original: el pensamiento de los jóvenes intelectuales españoles de hacia 1950 se configura, a la vez, sobre un voluntario adanismo cultural y sobre una necesidad de reencontrar raíces de certidumbre en el pasado, sobre la nostalgia de un Estado fuerte (que coincide vagamente con el ideal falangista) y sobre la progresiva percepción de la estafa vergonzosa de la «revolución pendiente», sobre una lacerada conciencia de frustración individual y sobre un ánimo de generosa inmolación por un ideal colectivo. Entre tanta celebración nostálgica a propósito de los orígenes de la generación de 1950, un libro de Esteban Pinilla de las Heras-En menos de la libertad (1989)—vino a confirmar, por la pluma de un interesado, lo que el autor de estas páginas venía tomando como la pauta interpretativa de un trabajo que ya había emprendido algunos años antes. Pero aquel meritorio volumen no tuvo la recepción que merecía y, al poco, el fallecimiento de su